Por lo pronto dejo un artículo (un poco largo) que escribí cuando estaba en la Defensoría de Oficio y que me trae muy gratos recuerdos de Caborca donde, por cierto, estaré muy pronto (D.M.)
En la Defensoría de Oficio
Un día más. Contemplo la interminable tarea que tengo frente a mí: expedientes apilados inundan el panorama; el escaso mobiliario se pierde bajo cerros de documentos, haciendo de este espacio -mi espacio- una extraña amalgama, mezcla de acogimiento y sobresalto. Tomo al azar uno de los asuntos a estudiar, hojeo mientras mi mente me juega malas pasadas. No logro concentrarme: uno tras otro se presentan fragmentos de otras historias; le busco acomodo al caso concreto, al que ahora reposa abierto en mis manos. Cuando me percato de esta vorágine, decido cerrar los ojos; es entonces que ese olor tan característico que tiene el papel trabajado en el Tribunal se va colando por mis fosas nasales. Irónicamente me siento protegida, me dejo llevar por esa sensación de abandono. El disparo de pensamientos aminora, me voy despidiendo de cada idea dejando que se vuelva borrosa; entonces ya un singular pensamiento me regresa a la realidad: hay que trabajar.
Cierro el expediente, lo dejo a un lado y tomo otro, y es cuando observo detenidamente la portada. Me doy cuenta que la persona a quien me corresponde representar no la defiendo por primera vez; es más, no es tampoco la segunda, ni la tercera. Para terminar pronto, tengo perdida la cuenta. Siento que se dibuja una mueca en mi boca mientras suelto la frase: ¡Otra vez! No es que me moleste el caso o la persona - a quien, por cierto, no conozco personalmente-; hasta cierto punto puede resultar cómoda la situación pues, salvo pequeños detalles, invariablemente los hechos que se le imputan, expediente tras expediente, relatan sucesos similares y las declaraciones parecen machotes prefabricados (¿será?);
por esto puedo adivinar que éste no será la excepción, luego entonces esto resulta “ventajoso”.
Aquí lo triste, lo verdaderamente lastimoso es que no es el único “cliente frecuente” de la oficina. Quiero imaginarme la cantidad de años que tendrá que permanecer este sujeto tras las rejas; pero en fin -me digo a mí misma- C'est la vie! o como dice mi padre: “No juzgues; solamente Dios sabe el alma que palpita en cada ebrio”.
Un día más. Contemplo la interminable tarea que tengo frente a mí: expedientes apilados inundan el panorama; el escaso mobiliario se pierde bajo cerros de documentos, haciendo de este espacio -mi espacio- una extraña amalgama, mezcla de acogimiento y sobresalto. Tomo al azar uno de los asuntos a estudiar, hojeo mientras mi mente me juega malas pasadas. No logro concentrarme: uno tras otro se presentan fragmentos de otras historias; le busco acomodo al caso concreto, al que ahora reposa abierto en mis manos. Cuando me percato de esta vorágine, decido cerrar los ojos; es entonces que ese olor tan característico que tiene el papel trabajado en el Tribunal se va colando por mis fosas nasales. Irónicamente me siento protegida, me dejo llevar por esa sensación de abandono. El disparo de pensamientos aminora, me voy despidiendo de cada idea dejando que se vuelva borrosa; entonces ya un singular pensamiento me regresa a la realidad: hay que trabajar.
Cierro el expediente, lo dejo a un lado y tomo otro, y es cuando observo detenidamente la portada. Me doy cuenta que la persona a quien me corresponde representar no la defiendo por primera vez; es más, no es tampoco la segunda, ni la tercera. Para terminar pronto, tengo perdida la cuenta. Siento que se dibuja una mueca en mi boca mientras suelto la frase: ¡Otra vez! No es que me moleste el caso o la persona - a quien, por cierto, no conozco personalmente-; hasta cierto punto puede resultar cómoda la situación pues, salvo pequeños detalles, invariablemente los hechos que se le imputan, expediente tras expediente, relatan sucesos similares y las declaraciones parecen machotes prefabricados (¿será?);
por esto puedo adivinar que éste no será la excepción, luego entonces esto resulta “ventajoso”.
Aquí lo triste, lo verdaderamente lastimoso es que no es el único “cliente frecuente” de la oficina. Quiero imaginarme la cantidad de años que tendrá que permanecer este sujeto tras las rejas; pero en fin -me digo a mí misma- C'est la vie! o como dice mi padre: “No juzgues; solamente Dios sabe el alma que palpita en cada ebrio”.
- Disculpe, ¿es usté la licenciada?
- Sí señor, adelante - respondo- ¿En qué puedo servirle?
- Mire licenciada -dice el hombre de unos cuarenta años, mientras se introduce al cubículo que ocupo-, me dijeron que usté trae el asunto de mi chamaco. Le están achacando un robo y le echaron tres años y como somos pobres no pudimos contratar a un abogado para ayudarlo y por eso sigue detenido.
Le faltó agregar a este bendito señor que tuvieron que conformarse con la defensoría de oficio, aunque sus ojos decían más que eso.
- A ver, señor, ¿cuál es el nombre de su hijo y en dónde se encuentra detenido?
- Pues mire, licenciada, mi hijo se llama José X, y está detenido en Magdalena. Pero oiga, yo creí que estaría aquí una persona mayor.
Mientras estoy revisando en la base de datos el nombre recién proporcionado, escucho esto último y empieza un conflicto interno: mi ego por una parte aplastado y por otro inflado, pues hay dos interpretaciones a lo recibido por mis oídos.
Aparecen en la pantalla los datos referentes al hijo de mi visitante y le digo:
-Mire, señor, hace poquito hubo unas reformas en las leyes y por esa razón a su hijo van a poder concederle un beneficio; no se desespere, vaya juntando dinero para que puedan pagar. Le repito, no se desespere, es casi un hecho que sale, si es que no está detenido por otro asunto además de este.
- No, licenciada, si mi’jo la regó por las malas compañías, pero nunca nos había dado lata. Si es bien vivo, siempre se sacaba buenas calificaciones, pero cuando entró en la secundaria empezó a …
Inicia la narración. La mirada del señor va pasando de lo frío de un encuentro de “negocios”, de alguien que se nota está acostumbrado a dominar sus sentimientos, a la cálida añoranza por los “buenos tiempos”. Sus ojos poco a poco se llenan de agua, baja un poco la vista evitando delatarse, pero finalmente cede a la tentación de un rotundo llanto. Llanto que devuelve la entereza, llanto que regresa a la vida, llanto que sale del corazón, guardado quién sabe cuánto tiempo atrás. Siento entonces un enorme deseo de proteger, de devolverle a este hombre a su hijo, al niño que en algún momento indefinible se escapó de sus manos. Quisiera decirle que todo está bien, que tal vez era el fondo que necesitaba tocar su vástago o cualquier otra frase de esas que existen en los libros de autoayuda, para no hablar con mis propias palabras; pero el nudo en la garganta me impide emitir cualquier sonido.
El hombre sigue hablando, poco a poco se relaja, poco a poco regresa de su viaje al pasado, situándose finalmente en el presente. Ahora tengo frente a mí a alguien diferente a la persona que entró; antes un tipo tímido y gris, y hoy el ser que me enseña y me regresa la seguridad de que vale la pena seguir trabajando en estos casos, porque el aprendizaje es infinito.
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