20.1.12

Fin de semana en Hermosillo

Hace año y medio mi Bolis sufrió una isquemia y, como resultado, permanece sin movilidad en las piernas. Afortunadamente, a sus 93 años, su cerebro funciona correctamente y su agilidad mental es envidiable, sobre todo para el albur… ¡ups!, pues sí: tengo una abuelita que es la mar de ternura, pero con mucha facilidad para el “cochambre”, y –cabe decirlo- con una tendencia enfermiza a pensar constantemente en la muerte, sobre todo, en la propia.

A la mínima provocación sale el tema de la muerte. A veces resulta gracioso, a veces irritante, pero para ninguno de la familia resulta preocupante o triste; si así fuera, hubiera más de un suicidio.

Mi mamá y sus hermanos pasaron su infancia con un profundo miedo a que su madre faltara; mi abuela ya tenía repartidos a los hijos para “cuando ella muriera...” pero es un hecho el que la muerte rondaba sólo en la cabeza de mi Bolis. Un día que empezó con la cantaleta, una de sus hijas –mi tía Fina, a quien le correspondería quedarse con su tía Licha después del desenlace final de su madre- se le quedó viendo muy seria, dando por hecho que lo que decía era cierto, y le dice:

-          Pero ¿para cuándo me voy con mi tía Licha, pues?

Dicen que a partir de ese suceso dejó de hablar -por un tiempo- sobre su eventual muerte. Pero para cuando empezamos a nacer los hijos de sus hijos, la abuela ya había vuelto a las andadas; así que yo crecí oyendo que mi Bolis “…ya no llegaba a la Navidad” (o al siguiente cumpleaños, o al próximo día de las madres, etcétera). La diferencia es que nosotros, sus nietos, no sufrimos nunca la angustia de nuestros padres, pues éstos nos enseñaron que mi abuela no moriría cuando ella lo dijera, y que ella era así, dramática a conveniencia.

No exagero cuando digo que mi abuela es capaz de decir que “le duele el cabello”, y que eso –para ella- es indicativo de su muerte. Pero además, busca síntomas en quienes la rodeamos para pensar en nuestra muerte.

Hace un mes, aproximadamente, estuve un fin de semana en Hermosillo. Mi Bolis, fiel a sus costumbres, gritando, me abordó:

-          ¡¡¡¡Marthitagermán!!!!
-          ¿Qué quieres, Bolis?
-          ¿Qué vas a comer?
-          No voy a comer, – aquí cabe aclarar que la que esto relata, acababa de zamparme tremendo desayuno- acabo de desayunar.
-          ¡¿Cómo que no vas a comer?!
-          Pues no, Bolis. Recién me desayuné, no voy a comer.
-          ¡¿Pero cómo que no vas a comer?! ¡Te vas a morir de hambre! ¡¿Qué vas a hacer si te mueres de hambre?!
-          Pues morirme, Bolis. Tú lo estás diciendo, ¿no?
-          ¡No digas eso! ¿Por qué dices eso?
-          Pues tú me estás preguntando que si qué voy a hacer si me muero de hambre… y yo te contesto que morirme.
-          ¡Aaaaay Marthitagermán, come algo! ¿Qué van a hacer tus papás si te mueres?
-          Pues yo digo que velarme y enterrarme, Bolis… ¿Tú qué piensas?

Ella ignorando mi pregunta, alzó más su potente voz, y a todo pulmón le gritó a mi mamá:

-          ¡Marthaelvaaaa! ¡¿Estás oyendo lo que está diciendo la Marthitagermán?! ¡Dile que coma! ¡Sírvele algo! ¡Se-va-a-morir-de-hambre!

Más de uno podrá pensar que mi Bolis en verdad sufre cuando se reproduce un evento como el que acabo de mencionar. La verdad es que no, no es así, en realidad lo disfruta. Basta con asomarse y ver la risa traviesa que empieza a denunciarse en sus labios, que contrasta con su tono afligido, al más puro estilo de “Chachita” en “Nosotros los pobres”;  así que lo mejor es tomarle una mano y lanzarle una pedorreta para que se acuerde que, para nosotros -para los suyos- la muerte es una eterna compañera y cómplice, que tomamos en serio sólo cuando en realidad asoma su rostro. 

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